La ventana a la vida...
Vivir es a veces difícil, doloroso. Sentimos que la cuesta
se nos hace cada vez más costosa de subir.
Y esa terrible sensación de que cuando algo nos sale mal,
luego llega algo peor y más tarde otra cosa más y nos embadurnamos en la
desazón de sentir que nuestra vida se ha convertido en un cúmulo de desastres,
uno tras otro, y con los que no tenemos mucho que ver.
La Ventana de la
Vida
No hemos hecho nada para merecer semejante sucesión de
castigos. “Que se corte la mala racha”, pensamos una y otra vez tratando de
imaginar porqué la vida se ha ensañado así con nosotros. A esto se agrega la
tendencia de mirar a nuestro alrededor.
¿Y qué vemos? Si intentásemos ser imparciales veríamos gente en nuestra
situación, otros en una mejor, aquellos que lo pasan muy bien como si vivieran
en otro mundo (y que no siempre tiene que ver con las posesiones materiales o
el dinero) y algunos que están aún peor que nosotros. Sí, peor. Aunque parezca
mentira, siempre habrá alguien que estará peor que nosotros, aunque no lo
podamos creer. Nunca llegaremos a figurar en el “Libro de Records de Guinness”
por ser nosotros la persona que peor lo pasa en el mundo.
Pero nuestra tendencia melodramática nos dejará ver
solamente a aquellos que están mejor que nosotros. Incluso a los que son
felices. Y ello nos sumergirá en un pozo todavía más profundo. “Somos los
únicos y más grandes desgraciados”, nos diremos a nosotros mismos.
No podemos advertir en aquel momento cuanto nos equivocamos
y quizás inconscientemente tampoco deseemos hacerlo. De todas maneras, duele,
lloramos, nos deprimimos, nos angustiamos. Incluso por momentos quedamos
paralizados por la maligna idea de que no importa lo que hagamos, de todas
maneras, todo irá cada vez peor.
Lloramos, lloramos, lloramos. Pero nuestras penas no
terminan de lavarse. La sucesión de inconvenientes, de situaciones no deseadas
continúa. Pero el tormento debe cesar. Dicen que “no hay mal que dure cien años
ni cuerpo (y mente, diría yo) que lo resista”.
Entonces pareciera que en algún momento descubrimos que si
las desgracias en el afuera no cesarán al menos debemos lograr que cesen las de
nuestro interior, pues de esa manera es imposible continuar viviendo toda la
vida.
En el momento que cada uno de nosotros lo deseemos de
verdad, en medio de tanta oscuridad podremos producir el milagro de ver
aparecer una ventana que se nos abre a una infinita sucesión de posibilidades
representadas por el intenso brillo de un haz luminoso que sabrá traer a
nuestras vidas la paz y el amor que deseamos, la felicidad que merecemos.
La ventana será nuestra mente, la luz nuestros pensamientos.
Así, la oscuridad y negrura que rodea nuestras vidas de pronto se hará tan
clara que nos dará la sensación de estar viviendo dentro de un Sol propio que
nos cobija y nos protege ofreciéndonos su calor sin quemarnos.
A partir de entonces descubriremos que nuestra ventana pende
del aire permaneciendo siempre abierta y cerrada a la misma vez. En ese preciso
momento advertiremos la inmensa fogosidad del tiempo. Lo efímera e inquieta que
es cada fracción de segundo. Que tanto lo que nos place como lo que aborrecemos
habrá quedado en el pasado apenas con un chasquido de nuestros dedos.
De pronto, cuando nos decidamos a crear esta realidad para
nosotros, como por arte de magia podremos observar el milagro de que, en
nuestro entorno, en el exterior, las cosas también cambian. La oscuridad se
desvanece, todo se aclara. Lo que fallaba empieza a salir bien. Todo comienza a
ir sobre ruedas. Se ha producido el milagro.
Pero sólo cuando advirtamos que no se trata de un milagro
sino de algo que siempre ha estado allí a nuestra disposición y lo único que
teníamos que hacer era tomarlo, recién entonces nuestra ventana quedará abierta
por siempre sin posibilidad de volverse a cerrar y nuestra oscuridad… quedará
reducida a la del descanso cotidiano, aquella que aparece detrás de nuestros
párpados cuando hemos decidido visitar nuestros sueños.
Caminas hacia la ventana de la vida.
Imagínense que están en una habitación vacía, se encuentran
sentados en un rincón de la cúbica habitación y lo único que pueden ver es una
ventana en la pared al otro extremo de la misma. Puedes apreciar que entra
muchísima luz a través de ella, los cristales de la ventana la dispersan de
alguna forma e iluminan cada vez más la habitación tan inicialmente oscura en
donde estás. ¿Qué hay afuera?
Te levantas, caminas hacia la ventana. Tanta luz no te deja
abrir los ojos tan fácilmente, tardas un tiempo en acostumbrarte y poder
enfocar aquello que te causa una detallada curiosidad; retrocedes pues te lastima
los ojos tanto brillo. En pocos segundos ya te encuentras de nuevo en la
esquina oscura, te frotas los ojos y los abres aún cegado por la luz de la
ventana.
Esto es el temor a lo desconocido, a lo nuevo. No esperes
salir de esa habitación en unos minutos; salir de ese entorno aburrido y
rutinario llevará tiempo, dolerá y sacrificarás tu comodidad. Al final poco a
poco podrás ver lo que hay afuera, lograrás tu objetivo. Pero no sentado en la
misma esquina de siempre. Tal vez tengas que esperar a que esa luz llene toda
la habitación para así luego salir de ella, o quizá te baste sólo un rayo
difuminado para ir a pararte en frente de la ventana y ahí sufrir momentos
difíciles hasta que tus ojos se acostumbren para así salir más rápido. Lo
importante es regresar a “curiosear” a
la ventana.
Lo único que necesitas es ser curioso ante tu propio
destino.
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