Hay momentos en nuestras vidas que acuden a nuestra memoria recuerdos de lo que fue nuestro ayer, registros pasados que nunca se han borrado y que siguen estando vivos a pesar del paso de los años.
Esos registros, buenos o
ingratos, tienen el poder de hacernos retroceder en el tiempo y según sea la
oportunidad, solemos buscar que sean los buenos los que nos conduzcan en ese
viaje.
Con los otros, intentamos que
el olvido los lleve muy lejos, con el deseo de que nunca más consigan retornar
a nuestra memoria.
Cuando es así y conseguimos
que sean los gratos recuerdos los que nos guíen, tenemos la impresión de
arribar a un “jardín imaginario”.
Ese jardín, en el que en
muchas ocasiones nos sentimos bien acompañados, está tan bien cuidado en
nuestro pensamiento, que no hay flor que no esté en él.
Nos hemos acostumbrado tanto
a disfrutarlo y mantenerlo limpio y cuidado que dudamos que pueda existir otro
que se le parezca en belleza o lo supere.
Podríamos hacer una lista
perfectamente detalle enumerando todas sus virtudes, pero comprendemos de
antemano que la lista sería tan larga que dejaría de tener sentido. Nos
preguntamos si sería útil tener inventariados las fechas y los detalles de cada
una de los recuerdos allí sembrados y llegamos a la conclusión que el hecho de
mantenerlos vivos junto a nosotros es lo que verdaderamente importa.
Como en todo jardín, para
mantenerlo a salvo, hay que regarlo, limpiarlo. Buscando que no nos invadan
ciertas “malezas”, esas que tanto abundan y que, tal como sabemos de sobra, son
capaces de arruinar aún el mejor jardín si el descuido o el abandono nos
supera.
Si tenemos la suerte de tener
en la memoria un jardín como ese, está en nosotros la responsabilidad de
preservarlo para poder seguir disfrutándolo. Debemos cuidarlo, desmalezarlo,
atenderlo, y mantenerlo bajo riego constante. Eso hace maravillas.
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