Mis gritos y su silencio…
Una mañana despertamos por un
sonido muy peculiar. Un Ruiseñor revoloteaba los rincones de nuestra habitación
buscando desesperadamente una salida de esa prisión, que le apartaba de su
mundo. El aleteo y el canto nos avisaba que por fin había amanecido. Él y yo
teníamos algo en común: ambos estábamos prisioneros; la única diferencia es que
nosotros deseábamos estar allí eternamente. No buscábamos una salida. Queríamos
estar alejados del mundo exterior y permanecer (en nuestro confort) entre las
sabanas, en cada ocaso y amanecer. Pero eso ya pasó. La cama ahora sólo tiene
un prisionero y ese soy yo, el otro yace libre y no hay ruiseñor que cante para
nosotros en las mañanas. Todo canto de alegría se fue con la brisa de la
libertad bajo sus alas.
Si no te despiertas y te levantas,
llegarás tarde a tu libertad.
Allí estaba, sonriéndome sobre
las sabanas mi hermosa amada, la soledad, sonriente, con sus ojos negros y sus
labios rosados observándome detenidamente. Sus largos y ondulados cabellos se
enredaban en mis dedos. La luz del sol no hacía más que iluminarla como si un
ángel bajase del cielo directo a mi cama y me hiciera compañía cada noche y
luego, dejarme en la mañana. Su poema favorito era la Divina Comedia de Dante
Alighieri, el cual yo le leía un pasaje diferente cada vez que me lo pedía.
Muchas veces imaginábamos el camino al Paraíso, intentando esquivar a toda
costa el desasosiego y, el fracaso. Yo era Dante y ella es mi Beatriz (la
soledad).
Desearía quedarme por más tiempo,
no quiero ir hoy. Me envolví entre las sabanas con ella, deseando que el sol
pasara de largo y la luna levantara su pálido rostro sobre nosotros. A ella le
gustaba mirarnos detrás de las cortinas cuando el velo nocturno cubría la urbe
y las lejanas montañas de la ciudad.
El deber ganó ese día. Ambos (la
soledad y yo) debíamos regresar a la realidad, aunque fuese a regañadientes. Y
así lo hicimos. Afuera el cálido sol trepaba sobre los edificios, ascendía
desde la oscuridad y en cada paso yo admiraba como la luz triunfaba sobre la
penumbra y levantaba con ella las almas de todos los ciudadanos. La ciudad
resplandecía con el sol, los verdores de sus montañas convertían a la urbe en el
más esplendoroso valle. Las carreteras parecían las venas de un organismo
gigantesco que se acostaba sobre la tierra tan sólo para ver el amanecer en el
horizonte. Nosotros éramos su sangre.
Vivimos a las afueras de la
ciudad, en un pequeño edificio con un hermoso jardín en la parte de atrás y con
una espléndida vista hacia las montañas. Allí fue la primera vez que la
encontré. (la soledad) La luz cubría las flores de aquel hermoso jardín que sembraron
en nombre de nuestros pequeños sueños. No había que soportar tanto dolor. El
poema de Dante nos reconforta, y de cierta manera, a mí también. Leer aquella
epopeya, aunque llena de melancolías y tormentos nos daba la esperanza de creer
que, nosotros al morir, habríamos logrado el viaje hermoso hacia el paraíso.
Por los años que estuvimos luchando con desesperación y aquel tormento de haber
perdido el sueño de una vida que planificamos con tanto amor y que ahora sólo
eran un recuerdo vago...
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