Cuando el ocaso, llega
¡Haciéndose invisible!
LO QUE NOS ENSEÑA
Este es un
mensaje importante para todos nosotros, ya que todas pasaremos por esa edad,
reflexionemos estamos a tiempo. Tratemos a estos seres responsables de nuestra
existencia con cariño y respeto. Dedicarle un tiempo a estos viejitos y
viejitas, compartamos una taza de café o de té, ellos tienen mucho de qué
hablarnos, tenemos mucho que aprender de sus conversaciones.
La siguiente
carta fue escrita por una ancianita:
No sé a qué día
estamos. En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos están
hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, unos primores,
ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado del tocador… pero
ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo,
yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta... Primero me
cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más
pequeña aún, acompañada de mis biznietas. Ahora ocupo el desván, el que está en
el patio de atrás. Prometieron cambiarle el cristal roto de la ventana, pero se
les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un aire cito helado que aumenta
mis dolores reumáticos... Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de
escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz y, cuando al fin lo
encontraba, yo misma volvía a olvidar dónde lo había puesto. A mis años, las
cosas se pierden fácilmente; claro que es una enfermedad de ellas, de las
cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre se desaparecen...
La otra tarde caí
en cuenta de que mi voz también ha desaparecido. Cuando les hablo a mis nietos
o a mis hijos, no me contestan. Todos hablan sin mirarme, como si yo no
estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la
conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno
y les van a servir de mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no me
responden. Entonces llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar
de tomar la taza de café. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy
enfadada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me
pidan perdón. Pero nadie viene...
El otro día les
dije que cuando me muriera entonces sí me iban a extrañar. El nieto más pequeño
dijo: "¿Y es que estás viva, abuela?" Les cayó tan en gracia, que no
paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana
entró uno de los muchachos a sacar unas ruedas viejas y ni los buenos días me
dio...
Fue entonces cuando
me convencí de que soy invisible, me pongo de pie en medio del salón para ver si,
aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los
niños corren a mí alrededor, de uno a otro lado, sin tropezar conmigo...
Cuando mi yerno se
enfermó, tuve la oportunidad de serle útil; le llevé un té especial que yo
misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que lo bebiera.
Sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta
de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando. Mi corazón también...
Un viernes se
alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos
todo el día de campo. Me puse muy contenta. ¡Hacía tanto tiempo que no salía y
menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las
cosas con calma. Los viejos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me
tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa
corriendo y echaban las bolsas y juguetes al coche. Yo ya estaba lista y muy
alegre me paré en la entrada a esperarlos…
Cuando arrancaron y
el coche desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no estaba invitada,
tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos tan lentos impedirían que
todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí cómo mi corazón se
encogió, la barbilla me temblaba como cuando uno no aguanta las ganas de
llorar...
Vivo con mi familia
y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años. Nadie lo
recuerda. Todos están tan ocupados...Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas
importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo no sé a qué
saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos; era un gusto enorme el que
me daba tenerlos en mis brazos, como si fueran míos. Sentía su piel tierna y su
respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y
hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar. Pero un día
mi nieta Laura, que acababa de tener un bebé, dijo que no era bueno que los
ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Ya no me acerqué más, no
fuera a ser que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo
de contagiarlos! Yo los quiero a todos y les perdono, porque: ¿Qué culpa tienen
los pobres de que yo me haya vuelto invisible?
Triste, pero...real...
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