sábado, 26 de marzo de 2016

¡Tú tienes la culpa de lo que yo estoy sintiendo!...

¡Tú tienes la culpa de lo que yo estoy sintiendo!



¡Tú me haces enojar! ¡Tú eres el causante de mi pena! ¡Tus reacciones me producen miedo!
¿Cuántas veces hemos caído en responsabilizar a nuestra pareja de lo que nosotros sentimos? Estamos convencidos que sus acciones u omisiones son las que nos generaron esas emociones. Pero, ¿se han preguntado alguna vez de dónde vienen y qué significan esas sensaciones que parecen inundarnos en ciertos momentos?
Partamos por tener claro que no son los hechos per se los que nos afectan, sino que la interpretación que nosotros mismos hacemos de ellos. Por tanto, no todas las personas van a sentir igual frente a un mismo hecho. Por ejemplo, si la pareja no los llama durante el día, algunos se sentirán abandonados, no queridos o se insegurizarán; pero otros se pueden sentir aliviados, no exigidos o que respetan su espacio. ¿Qué es lo que nos lleva a reaccionar de modos tan diferentes ante una misma situación?
En corto, la lectura que hagamos de los hechos es lo que determinará la emoción que sentiremos. Así que nuestra pareja no tiene el poder de provocarnos ninguna sensación, somos nosotros mismos los únicos que podemos hacerlo y es por ello que somos únicamente nosotros los responsables de lo que sentimos. No es que el otro “me” haga a mí tal o cual cosa, sino que simplemente se comporta según su manera de ser y sus circunstancias del momento, dentro de las cuales nuestra propia conducta es muy relevante.
¿Cómo es que llegamos a ver la realidad de modos tan distintos? Son nuestras creencias, aquellas que vamos construyendo durante toda nuestra vida, el tamiz a través del cual interpretamos el supuesto significado que tiene lo que nuestra pareja hizo o dejó de hacer. Si el modo en que se comportó no cumple con nuestra visión subjetiva de cómo “debería” haberlo hecho, entonces es cuando nos invade una emoción. En otras palabras, es lo cognitivo (el contenido mental, los pensamientos) lo que produce esa reacción fisiológica que es la que nos origina la subsecuente sensación negativa. 
Por supuesto que nosotros solemos ignorar que esa es la causa y tendemos a envolver con hermosas expresiones la justificación de lo que estamos sintiendo. Para nosotros, lo que esperamos del otro es solamente aquello que guarda relación con “la justicia, la bondad, la corrección, lo mejor, lo razonable, el sentido común y la lógica”. De este modo, si el comportamiento de nuestra pareja ha frustrado nuestras expectativas, nuestra cabeza nos dice que debe tratarse entonces de una actitud “egoísta, egocéntrica, fría, injusta, irracional o inmadura”. Y lo que nos resulta más incomprensible es cuando, a pesar de que le hemos explicado muchas veces que eso nos duele, lo siga haciendo. Ello sólo puede significar que no le importamos o que ya no nos ama.
Lo que sucede es que al transitar a lo largo de la existencia nuestra mente ha ido transformando esas creencias originales subjetivas en verdades absolutas, de manera tal que estamos seguros de cómo “debe” funcionar el otro y, si no lo hace, tarde o temprano será nuestra relación la que ya no funcione, lo cual nos angustia mucho.
Como las emociones irrumpen de forma tan rápida y, sobre todo, tan intensa, pareciera que nuestro cuerpo nos está advirtiendo de algo muy importante, como si fuese una acertada intuición a la cual debemos obedecer, porque si no nos estaríamos arriesgando a correr algún serio peligro. Y efectivamente el cuerpo nos está hablando por medio de nuestras sensaciones, pero lo que nos está mostrando son pistas o señales de lo que pensamos, de lo que en el fondo creemos respecto a las distintas situaciones de la vida. Sin embargo, el que sean intensas no implican que sean profundas y menos duraderas en el tiempo.

Así que, dado que las emociones son superficiales y muy volátiles, tomar decisiones cuando estamos bajo su influencia, lo más probable es que nos conducirá a interpretaciones equivocadas de las cuales nos arrepentiremos cuando éstas se hayan esfumado, y recuperado nuestro estado anímico habitual. 



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