jueves, 18 de agosto de 2016

La desesperanza, aprendida…

La desesperanza, aprendida…


¿Por qué no reaccionamos ante ciertas situaciones que son injustas o nos provocan malestar?
Por el fenómeno de la desesperanza aprendida, o más científicamente conocido como Indefensión aprendida. En ciertas situaciones el mensaje que nos ha quedado “grabado” es “hagas lo que hagas la situación no cambia ya que se anticipan las consecuencias como incontrolables”. Sin embargo, esto no significa que realmente no se pueda hacer nada por cambiar la situación; lo que ocurre es que llega un momento que dejamos de intentar diferentes estrategias anticipando que el resultado será igual de negativo que las otras veces.
Los primeros experimentos sobre este fenómeno fueron llevados a cabo por Seligman y Maier (1967).
Utilizaron 3 grupos de perros en el experimento: en la primera fase del experimento, el grupo 1 y el 2 recibían descargas, pero los animales del grupo 1 podían parar las descargas accionando una palanca. Los del grupo 2 no tenían manera de evitar las descargas. Un tercer grupo no recibía descargas. En la segunda fase del experimento se suministraba a los 3 grupos descargas dándoles la posibilidad de evitarlas escapando a otro compartimento.
Los resultados mostraron que, tanto los perros del grupo 1 como los del grupo 3, aprendían estrategias para escapar de las descargas, mientras que los del grupo 2 mostraban muchas dificultades para aprender a evitar las descargas. Este segundo grupo mostraba lo que bautizaron como indefensión aprendida: aprendieron a anticipar las consecuencias aversivas como incontrolables.
Alejándonos de los experimentos de laboratorio y de los perros de Seligman y Maier, este fenómeno está a la orden del día en la sociedad actual. Gran parte de nuestra sociedad vive con la sensación de que haga lo que haga nada cambiará, y esto nos conduce a una inmovilidad social, a una especie de resignación social.
La realidad es que, a lo mejor, estamos como los animales del experimento de Selligman, desesperanzados y cansado de recibir estímulos aversivos; pero probablemente, como en la segunda fase del experimento, haya posibilidad de una vía de escape y sólo es cuestión de aprender y/o buscar nuevas estrategias.
Esto mismo es aplicable a nuestra vida particular: siempre hay algo que podamos hacer para cambiar la situación, sólo necesitamos encontrar las estrategias, estrategias nuevas o diferentes, o incluso las antiguas aplicadas de manera diferente.
Jorge Bucay lo ilustra muy bien en este cuento breve:
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su actuación, y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?».
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza
Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos. Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré.







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