La desesperanza, aprendida…
¿Por qué no reaccionamos ante ciertas situaciones que son injustas
o nos provocan malestar?
Por el fenómeno de la desesperanza aprendida, o más
científicamente conocido como Indefensión aprendida. En
ciertas situaciones el mensaje que nos ha quedado “grabado” es “hagas lo que hagas la situación no cambia ya que se anticipan las
consecuencias como incontrolables”. Sin embargo, esto no significa que
realmente no se pueda hacer nada por cambiar la situación; lo que ocurre es que
llega un momento que dejamos de intentar diferentes estrategias anticipando que
el resultado será igual de negativo que las otras veces.
Los primeros experimentos sobre este fenómeno fueron
llevados a cabo por Seligman y Maier (1967).
Utilizaron 3 grupos de perros en el experimento: en la
primera fase del experimento, el grupo 1 y el 2 recibían descargas, pero los
animales del grupo 1 podían parar las descargas accionando una palanca. Los del
grupo 2 no tenían manera de evitar las descargas. Un tercer grupo no recibía
descargas. En la segunda fase del experimento se suministraba a los 3 grupos
descargas dándoles la posibilidad de evitarlas escapando a otro compartimento.
Los resultados mostraron que, tanto los perros del grupo 1
como los del grupo 3, aprendían estrategias para escapar de las descargas,
mientras que los del grupo 2 mostraban muchas dificultades para aprender a
evitar las descargas. Este segundo grupo mostraba lo que bautizaron como
indefensión aprendida: aprendieron
a anticipar las consecuencias aversivas como incontrolables.
Alejándonos de los experimentos de laboratorio y de los
perros de Seligman y Maier, este fenómeno está a la orden del día en la
sociedad actual. Gran parte de nuestra sociedad vive con la sensación de que
haga lo que haga nada cambiará, y esto nos conduce a una inmovilidad social, a
una especie de resignación social.
La realidad es que, a lo mejor, estamos como
los animales del experimento de Selligman, desesperanzados y cansado de recibir
estímulos aversivos; pero probablemente, como en la segunda fase del
experimento, haya posibilidad de una vía de escape y sólo es cuestión de aprender y/o buscar nuevas estrategias.
Esto mismo es aplicable a nuestra vida particular: siempre
hay algo que podamos hacer para cambiar la situación, sólo necesitamos
encontrar las estrategias, estrategias nuevas o diferentes, o incluso las antiguas
aplicadas de manera diferente.
Jorge Bucay lo ilustra muy bien en este cuento breve:
Cuando yo era pequeño me encantaban los
circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba
especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el
animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía
gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su
actuación, y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía
atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba
una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo
pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la
cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar
un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y
huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía
confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un
padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el
elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado,
¿por qué lo encadenan?».
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta
coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo
lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa
pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte
para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la
respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una
estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante
recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el
elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus
esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agotado y que al día
siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un
día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su
destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el
circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que
sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar
seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su
fuerza…
Todos somos un poco como el elefante del
circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de cosas, simplemente
porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos. Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra
memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos
impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos
de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y
hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré.
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