Camino
en la noche...
Voy caminando en esta noche sumido en la oscuridad de mis
pensamientos. Me envuelve en su siniestra presencia, me rodea con las sombras
de los árboles que se muestran hacia mí. Se me antojan gigantescos; con su gran
altura me hacen contemplar mi propia pequeñez.
Observo sus hojas balanceándose al ritmo del viento.
Mis pasos lentos me conducen hacia “ninguna parte”, porque no tengo ningún
sitio hacia dónde ir. No tengo a nadie que me espere, ninguna casa que me acoja
para darme la bienvenida tal vez.
Estas son mis ideas engañosas, porque sí sé dónde iré. Son mis pasos, los que
ignorantes se ven guiados por una razón que les cuesta admitir. Sí es verdad
que nadie me espera, pero en mi mente tengo dibujada una casa a la que quiero
volver a ver.
La que he estado anhelado durante tanto tiempo.
Esa casa que me llama constantemente para que regrese allí.
Son mis ideas las que me quieren traicionar y obligarme a dar marcha atrás, que
deshaga mis pasos, más estoy decidido a continuar caminando siempre hacia
adelante, aunque me cueste, aunque me duela.
Aunque lo que me encuentre me produzca aún más pena de la
que ya siento.
No quiero permanecer más tiempo en un sitio en el que no quiero estar, en esa
ciudad que me acogió, pero a la cual no pertenezco, aunque estuve asentado en
sus calles, y anduve junto a otras personas tan ajenas a este lugar, como yo
mismo.
Ese sitio en el que no nací, es la ciudad que nos adoptó
como si fuéramos hijos suyos.
Y nos mostró su hermoso semblante, a la vez que también nos
enseñó su rostro
más severo, obligándonos a ser valientes y a continuar.
Mientras voy caminando rememorando lo que he dejado atrás, intento convencerme
de que he tomado la decisión adecuada.
Soy dueño de mi propia vida y puedo elegir.
Pero ahora tengo ganas de salir de este bosque que confunde mis pensamientos.
Que se asemeja a esa selva oscura que recorrió el gran poeta italiano en sus
versos.
Mas no quiero visitar más infiernos, no me merezco el purgatorio porque ya he
sufrido bastante.
Quiero hallar el Paraíso, ese último edén que me espera en alguna parte, quizás
esté hacía donde me dirijo.
En esta noche me ilumina la luna llena, su intensa luz destaca bajo el cielo
negro, salpicado por escasas estrellas.
Levantó mis ojos para mirarla y entiendo su inspiración. Es la musa que
acompaña a los poetas, es la esencia del romanticismo, el misterio de lo
incomprensible porque está muy lejana. Es ese color que fascina al pintor,
cuando la viste con sus delicados tonos blanquecinos, grisáceos, azules, rojos
y púrpuras.
Es la melodía interior que siente el músico cuando compone sus obras maestras.
Estoy recorriendo un sendero casi silencioso, pero el silencio no es tal
silencio, es un engaño para el poco observador, para el que no quiere oír los
sonidos que pueblan el bosque. Algunos, bien es verdad que apenas son
perceptibles para nuestro oído humano. Aun así, escucho murmullos a mi
alrededor; la suave brisa que hace mecer las hojas de los árboles, algún grillo
que canta en alguna parte, algún revolotear de alas que pasan veloces sobre mi
cabeza… Una especie de escalofrío me sacude de arriba hacia abajo, al imaginar
que en el bosque pueden existir fantásticas criaturas, fantasmas que se ocultan
tras las sombras de los árboles para asustar a todo aquel que se atreva a
penetrar en sus dominios. Fantasmas imaginados tal vez por nuestra propia
mente, por esos miedos que nos asaltan cuando estamos solos, cuando nos
enfrentamos cara a cara con nosotros mismos.
Y siento que el bosque me habla con su voz melancólica, contándome todas las
historias que guarda en su interior.
Es el idioma de los viejos árboles; los que han visto pasar el tiempo y que
retienen el eco de las almas humanas. Retazos de sensaciones se cobijan entre
sus duras cortezas.
Conservan la vieja memoria de aquellas personas que alguna vez se sentaron bajo
sus ramas `para descansar de sus largos viajes, o gentes que buscaron en este
rincón un poco de paz; momentos para reflexionar sobre sus vidas y sus
problemas. En un tronco hay grabados varios nombres, promesas de enamorados que
sellaron su amor en su corteza, para quizás perpetuarlo para siempre.
Esos nombres, ahora apenas son visibles. En la penumbra, sólo puedo atisbar
algunas letras, pero paso mi mano por estas y notó su rugosidad, las diferentes
formas de cada vocal o consonante; y por unos instantes me detengo a imaginar
aquel mensaje de amor.
Voy andando por el camino muy despacio, pero he conseguido llegar al final del
estrecho bosque, y diviso en la lejanía la silueta de un pueblo.
Pensaba que no iba a llegar nunca, que mis pasos tranquilos tardarían en
encontrarlo, pero estoy a pocos metros del lugar.
Me adentro en este, que está iluminado por algunas farolas. A estas horas de la
noche, las calles están desiertas. Sus ocupantes probablemente estarán
durmiendo.
Sumergidos en su sueño nocturno, se olvidarán durante algunas horas de su
realidad. Su rutina quedará a merced del disparate onírico, donde el tiempo es
un capricho que navega por el inmenso mar de la mente. Algunos tendrán bellos
sueños, otras pesadillas que les llenarán de angustia, algunos no recordarán
nada de lo que han soñado; pero todos estarán esclavos de su subconsciente.
Puede que otros estén despiertos, debatiéndose con un insomnio permanente que
les obligará a dar vueltas sobre sus camas una y otra vez, sin conseguir la
dicha del sueño placentero.
Mientras pienso en ello, sigo caminando en la noche y aspiro su aroma.
Porque mi noche tiene olor; ése olor a soledad, ése olor a interrogantes, ése
olor a espacios vacíos que no se llenan nunca. Esa ansiedad retenida que me
asalta en alguno de mis momentos, causándome el hondo penar que me produce
saborear su sinsabor. Porque a nada sabe la soledad, tal vez a amargura y a
cansancio constante. Tal vez hace que aflore nuestro llanto para desgarrarse,
arrancado de lo más profundo de nuestra alma.
A veces cuando camino, como en esta noche, aspiro otro olor distinto, aún más
melancólico.
Es el olor del ayer. Me regocijo con sus entrañables recuerdos, los que siempre
me acompañan, los que huelen a viejas estampas vividas, a horas añejas de mi
pasado.
Me señalan con sus dedos nostálgicos una y otra vez, y las visualizo como una
serie de imágenes fotográficas que me muestran todo lo que he sido, lo que no
fui, lo que perdí, lo que no me dejaron ser. Es mi deuda constante a una
memoria que se niega a desaparecer.
Inmerso en mi retrospectiva, no me doy cuenta de que he llegado a mi destino.
Estoy en la calle principal. A un lado, cerca de la carretera hay un letrero
donde pone el nombre del pueblo y de otros cercanos a este; lo he visto tantas
veces que me lo sé de memoria.
A continuación diviso la iglesia mudéjar, con su alto campanario destacando
sobre todas las casas. Recorro unos pasos más abajo y me encuentro con el
abrevadero, donde bebían agua los animales hace ya bastantes años.
Mis pies me conducen después hacia aquel callejón de las brujas. Tan temido
cuando era un zagal y me contaban aquellos cuentos de terror. Circulaban
leyendas inquietantes sobre ese callejón; y siendo niño me imaginaba a toda una
corte de mujeres haciendo sus aquelarres y vistiendo de miedo a aquel rincón
del pueblo. Nunca pasaba por el callejón solo, y mucho menos si ya había
oscurecido.
Supersticiones o realidades, no sabemos la verdad. Lo que realmente sucedió.
Son historias de otras épocas convertidas en leyendas debido al paso del
tiempo. De todas maneras, para eso fueron creadas, para creer o no en ellas.
Tal vez para alimentar las fantasías y los dichos populares.
Cambio de dirección y subo dos calles más arriba. Una vez pasado el siniestro
callejón, girando a la derecha, se encuentra la fábrica de juguetes de
plástico.
Está cerrada, ya nadie trabaja allí; pero a través de los ojos de mi infancia,
veo aquellas pistolitas, aquellas hueveras, jarras, tacitas y figuras de
muñecos y animales. Toda una serie de minúsculos plásticos dedicados a “La
Ilusión”, como así se llamaba la fábrica. Una sonrisa asoma a mi rostro al
rememorarlo.
Me fui de este lugar donde nací, hace ya muchos años. Cuando era joven y partí
buscando la gloria, queriendo encontrar una vida alejada de aquellas gentes
rurales. Pensando que la ciudad me concedería la abundancia, me sacaría de la
pobreza.
Yo, como tantos otros, fui el resultado de la gran emigración del campo a la
ciudad. Pero en aquella en la que estuve no encontré la riqueza que esperaba,
sino un cotidiano vivir, con muchas penas y sacrificios.
Allí conocí a mi futura esposa, una chica venida también de su pueblo. Nos
casamos y tuvimos tres hijos. Y los he perdido a todos. La muerte me arrebató
primero a mi mujer, y más tarde a un hijo. Y la aventura hizo la odiosa labor
de alejarme de mis otros dos hijos, ya que ellos, como yo, quisieron ver el
mundo que existía más allá de su lugar natal, y también emigraron.
Así me quedé solo en mi ciudad y me hice viejo. Momento a momento. Algunos
nietos vinieron a visitarme alguna vez, pero también se fueron. Soporté los
años que pasaron sobre mi existencia, llenándome de vivencias, de alegrías y
desgracias. Porque la vida en eso consiste. En un amanecer cada día con el ánimo
levantado, en un dormirse en la noche de la tristeza.
Y un día decidí volver a mi pueblo, a mi casa, aun sabiendo que nadie me
esperaría. Donde sólo me acogería mi nostalgia.
Donde seguramente me espera el fin de mis días. Pero quiero morir en el lugar
que me vio nacer, y yacer bajo sombra de los cipreses del cementerio de mi
pueblo, donde están enterrados mis padres y mis abuelos, la única compañía que
me saludara desde el otro mundo, cuando mi cuerpo emita el último suspiro.
He llegado por fin a la puerta de mi casa; la abro fácilmente, no tiene llave
ni cerraduras. El interior está ruinoso, pero aún conserva algunos muebles, una
mesa y cuatro sillas desgastadas. Tampoco hay luz artificial, pero no me
importa.
La luna llena acoge a la habitación, y como si fuera amiga suya, la rodea con
una suave penumbra. Es suficiente para que mis ojos se acostumbren a ella y
consiga sentarme en una silla.
Se me hace un nudo en la garganta y estoy a punto de llorar. Siento la fuerte
emotividad de mi regreso.
Entonces mi mente vuelve a recordar los sucesos vividos durante mis recorridos
por los otros caminos que he visitado, por los bosques que he atravesado en mis
muchas noches en las cuales me escapaba de mi ciudad y me dedicaba a andar sin
rumbo.
Cuando las noches eran diferentes entre sí, claras, oscuras, siniestras,
fantasmagóricas, cortas, largas, poéticas, anodinas, comunes y mágicas.
Eran las noches de una juventud primera, de una madurez luego, de una vejez
después.
Mas este ha sido el paseo más tardío, mi postrero camino en la noche. Lo sé con
certeza.
Adivino con la misma seguridad la razón por la cual caminé durante todas las
demás noches hasta llegar hasta esta, que me trajo aquí, para reencontrarme
conmigo mismo y con mis orígenes primeros.
He caminado durante mi última noche para hallar mi final.
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