Cómo cuidar a un enfermo crónico, sin enfermar. (saber cuidarse
para poder cuidar)...
Este escrito fue sacado de una revista relacionada con los
cuidadores de personas, con enfermedades crónicas y terminales. También se puede
usar con las personas que padecen de enfermedades mentales y emocionales.
Contiene varios ejemplos fáciles de entender.
María ha estado cuidando a su hijo tetrapléjico durante
dieciocho años de su existencia, hasta su fallecimiento hace unas semanas. Han
sido muchos momentos de desesperación, impotencia y rebeldía, que han ido
salpicando estos años de convivencia, con un ser que a pesar de todas sus
limitaciones irradiaba ternura y amor. No obstante, en muchas ocasiones María
quiso gritar: “¡Estoy harta!… no de mi hijo, pero sí de sus limitaciones y
cuidados”.
Lo crónico
Lo crónico se caracteriza por ser contrario a lo agudo o lo
transitorio; supone “un
para siempre” que agobia y al mismo tiempo puede llegar a la paralización:
“¿Para qué esforzarme? -me decía en cierta ocasión un esquizofrénico-, si mi
enfermedad es para toda la vida”.
La misma actitud terapéutica, en ocasiones, se ve
mediatizada por la realidad de lo indefinido: el objetivo no es la curación, ni siquiera la remisión de la
sintomatología y la recuperación de la salud, sino aminorar los síntomas y en
todo caso lograr una buena calidad de vida para el enfermo y sus familiares.
Y eso ya sería un gran éxito.
Todo esto precisa de un tratamiento médico y de cuidados
continuados, “sin vacaciones”, ni olvidos: cualquier relajación en la atención
puede producir un empeoramiento o un retroceso en el curso de la enfermedad.
Posiblemente los enfermos crónicos no necesiten de una hospitalización, pero
son indispensables unas atenciones permanentes y consiguientemente se impone
una reestructuración del “tiempo”: descanso, ocio, trabajo, etc. La vida
familiar y social se encuentra mediatizada por el proceso crónico.
Y todo esto se complica, pues el curso de la enfermedad crónica no es
rectilíneo, ni mucho menos se estabiliza como una balsa de aceite, sino
que está condicionado por el riesgo de las reagudizaciones o “brotes”, que
pueden descolocar a todo el sistema, tanto individual como familiar.
El enfermo crónico
Un enfermo crónico es un enfermo incurable, es decir, nunca
volverá al estado primigenio, o bien nunca conseguirá un nivel óptimo de
independencia y autonomía. Indefinidamente estará en función de los demás y
éstos siempre, de alguna manera, deberán estar presentes en su vida.
Según Shuman (1999), “una enfermedad crónica es aquella en
la que los síntomas de la persona se prolongan a largo plazo de manera que
perjudican su capacidad para seguir con actividades significativas y rutinas
normales”. Es decir, siempre supone una limitación de las posibilidades del
sujeto, ya sea en el nivel cognitivo, (por ejemplo, la enfermedad de
Alzheimer), motorice (hemiplejia), psicológico (esquizofrenia) o social (todas
las incapacidades). Al mismo tiempo, la enfermedad crónica es como ‘un cuerpo
extraño’ (como ‘una chinita en un zapato’) que se introduce en la dinámica de
la persona y ‘matiza’ toda su actividad. Nada es igual después del diagnóstico de un proceso crónico ya
sea una esquizofrenia, una hipertensión, una esclerosis en placa o una
diabetes, por poner solo algunos ejemplos.
La familia
La familia como tal es una unidad dinámica y cambiante por
esencia: salen y entran nuevos miembros, crecen unos, los otros envejecen, etc. La familia, pues, es esencialmente cambio y,
por lo tanto, todos sus miembros (padres e hijos) deberán hacer un esfuerzo
para adaptarse a las nuevas situaciones. Un punto de inflexión es la
aparición de la enfermedad crónica.
En ese momento se requiere que se produzca una adaptación
del yo con el “no-yo”, que es el resto de la familia. Esa palabra (adaptación) es la actitud fundamental de toda felicidad.
Si se lleva a la práctica podemos afirmar que hemos conseguido una armonía con
nosotros mismos y con el entorno, que es sinónimo de felicidad.
En la interrelación
del enfermo crónico con el resto de la familia, se pueden dar dos situaciones
extremas anormales: la claudicación y la codependencia familiar.
Claudicación familiar
Como María existen muchas personas que se dedican por entero
al cuidado de un enfermo crónico. La enfermedad puede aparecer en forma de
esclerosis múltiple, una esquizofrenia residual, una poli artritis deformante,
una debilidad mental severa o un Alzheimer, por poner solo algunos ejemplos.
Todos estos padecimientos tienen una característica común: su irreversibilidad
y, por lo tanto, la falta de curación, en el sentido más estrictamente médico,
que los convierten en un proceso crónico.
En muchas ocasiones la atención a un enfermo crónico termina
por agotar, sobre todo al cuidador principal. Como me decía en cierta ocasión
el esposo de una mujer con esclerosis en placas: “Mi situación es similar a
abrazar un puercoespín y pretender no pincharme”. La situación era tan angustiante
que cualquier pequeño contratiempo le producía irritabilidad, insomnio y un
malestar generalizado. Es lo que algunos autores han llamado claudicación
familiar (Gómez Sánchez, 1994), que se define como “la incapacidad de los familiares para ofrecer
una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del enfermo
crónico”.
La codependencia
Elena es una mujer de 38 años de edad, que trabajaba como
profesora en un colegio concertado. Actualmente está con una excedencia por la
discapacidad de su hijo pequeño. Tiene tres hijos: Juan de 12 años, Patricia de
8 años y Roberto de cuatro años, que ha sido diagnosticado con el Síndrome de
Down. Su marido Jesús trabaja en una empresa de seguros. El nacimiento del hijo
discapacitado rompió con la dinámica familiar y, sobre todo, Elena tuvo que
replantearse incluso su actividad profesional: “Desde entonces, nos dice Elena,
ya no vivo para mí, sino para mi hijo Roberto. Toda mi vida la he dedicado a
buscar los mejores profesionales para su recuperación y ahora realmente vivo
por y para él”. En alguna ocasión se ha quejado de que le han dejado sola en el
cuidado de Roberto, pero la verdad es que ella tampoco hace nada por compartir
la atención de su hijo pequeño. Su marido se ha buscado un trabajo por las tardes
(la economía familiar se resintió cuando Elena dejó de trabajar) y los otros
dos hijos están centrados en sus estudios. Elena es una mujer dependiente.
Aunque en principio el término se aplicó a una persona
cuidadora de un familiar con una dependencia química (alcohólicos, drogadictos,
etc.), después se ha extendido a todas aquellas situaciones en que se observa “un vínculo adictivo”, entre
el paciente (enfermo mental, enfermo crónico, anciano, hijo con una enfermedad
grave, etc.) y el cuidador.
Generalmente este papel lo asume la mujer de la casa: madre,
hija o hermana. Ya sabemos que, a la mujer, en nuestra cultura, se le ha
asignado el “rol de cuidadora”, que en estas ocasiones llega a olvidarse de sí
misma y pensar solamente en el objeto de cuidado: padre, madre, esposo, hijo o
hermano.
Debajo de esta
actitud de cuidador solícito puede existir un miedo al rechazo o abandono,
lo que produce un exceso de atención para compensar la propia inseguridad. En
este caso la persona cuidadora precisa
del aplauso de los demás por lo que recurrirá “al papel de sufridora” en un
intento por sentirse valorada y querida por los otros. Pero este
esfuerzo por ‘aparentar’ bondad y dedicación se vuelve contra ella, pues el
dependiente es un ‘saco sin fondo’ y siempre pedirá más atención y cuidados. El ciclo se puede cerrar cuando el dependiente
se deprime, ante la toma de conciencia de sus esfuerzos inútiles por cambiar al
dependiente.
Para corregir en lo posible estas dos consecuencias
negativas en la atención al enfermo crónico (la claudicación y la
codependencia) señalamos algunas pautas a seguir.
En principio, es necesario afirmar que, desde la psicología, es comprensible cierto malestar,
irritabilidad o culpa en el cuidado de un enfermo crónico: no somos
omnipotentes y no es extraño, pese a nuestro cariño y afecto, que en la
atención de estos pacientes sintamos momentos de “tirar la toalla” y salir
corriendo. Ese sentimiento no es patológico: es anormal si lo llevamos a la
práctica. Sentir no es negativo; lo irracional es cuando la vivencia de culpa
se refleja en conductas que pueden herir al otro o a uno mismo.
Decálogo del buen
cuidador
Para realizar una buena atención al enfermo crónico, el
cuidador debe tener presente el siguiente decálogo:
1.- Ser consciente de sus limitaciones
El cuidador debe ser consciente de sus propias limitaciones
de tiempo, psicológicas y/o económicas. En muchas ocasiones, y de forma
equivocada, pensamos que cuanto más tiempo estemos con el familiar enfermo más
demostraremos nuestro cariño. Craso error. Es frecuente contemplar a la madre o cualquier familiar (padre, hermano,
etc.) que no se separa para nada del lecho del familiar en coma, pero son
incapaces de dar una respuesta amable o preocuparse por el resto de los
miembros familiares. Es como si al estar presente le fuera a devolver la
salud por un ‘contagio mágico’ de vida. Pero lo que sí puede conseguir es entrar en un cuadro depresivo o ansioso, que a lo único que conduce es
a la claudicación de los mismos cuidados.
2.- Saber compartir los sufrimientos
El cuidador debe saber compartir con otras personas los
sufrimientos del enfermo crónico. Es la consecuencia del anterior apartado. No
somos mejores porque nos carguemos con todo el peso de los cuidados. El saber compartir y hacer partícipe a toda
la familia de la atención al enfermo crónico es una buena señal de nuestro alto
nivel de salud mental y que no nos consideramos
omnipotentes. Además, de esta forma, damos posibilidad al resto de la familia
para que demuestre su “cuanto” de solidaridad.
3.- Pedir información y actuar en consecuencia
El cuidador debe pedir información sobre la enfermedad y
actuar en consecuencia. Se debe conocer la posible evolución del proceso
crónico para ir tomando las medidas oportunas y poder también dosificar las
fuerzas. Una buena información es el mejor antídoto contra el cansancio y el
desánimo. No olvidemos que el ponerse una “venda en los ojos” no favorece nunca
la buena resolución del problema.
4.- Permitirse sentir y expresar emociones
El buen cuidador deberá crear un clima donde se pueda
“sentir” y expresar las emociones. Hay que facilitar al propio enfermo la posibilidad de que pueda expresar
sus miedos y temores ante el dolor y la muerte y al propio grupo de cuidadores
que puedan intercambiar las preocupaciones, la sensación de hastío o el propio
cansancio.
5.- Permitirse alejarse del enfermo
El buen cuidador deberá permitirse alejarse del enfermo de
vez en cuando. Unos días de descanso, un paseo para ver escaparates o una
salida a tomar un café es un buen procedimiento para lograr un distanciamiento
sano con la enfermedad.
6.- Ponerse objetivos a corto plazo
El vivir día a día la enfermedad impide que se haga falsas
esperanzas sobre un desenlace feliz. No debe atormentarse con un final irremediable,
pero tampoco auto engañarse.
7.- Buscar su recompensa en la propia acción
de cuidar
Las compensaciones complementarias (herencia, buscar el
reconocimiento de los demás, etc.) solamente empañan la acción de cuidar.
8.- Pedir ayuda y colaboración
El cuidador principal deberá pedir ayuda y colaboración
cuando se sienta desfallecer. Esto hay que hacerlo de forma explícita y
directa, y no esperar que el resto de la familia se dé cuenta de su malestar.
Un ejemplo: “Me gustaría que este fin de semana te quedases con padre, pues yo
necesito descansar”. Si ante este mensaje no se produce una respuesta, podemos
decir que la colaboración no existe.
9.- Aceptar que el objetivo no es la curación
El éxito de los cuidados no se puede poner en la curación,
sino en conseguir que el enfermo sea capaz de integrar su dolencia. No podemos
olvidar que el objetivo
último de la atención al enfermo crónico es conseguir el más alto nivel en la
calidad de vida; es decir, posibilitar que dentro de sus propias
limitaciones sea capaz de integrar todo su dolor y sufrimiento, para conseguir
una cierta armonía consigo mismo y con el entorno.
10.- Perdonarse para neutralizar la culpa
La reparación y el perdón son el único camino válido para
neutralizar la culpa y la vergüenza en el cuidado del enfermo crónico. En muchas ocasiones el cuidado del enfermo
crónico nos producirá cansancio, irritabilidad e incluso cierto grado de
agresividad verbal, amasado por un intento de esconder o negar la misma
enfermedad; todo ello lo que tapa es la culpa y el comprobar que no tenemos
paciencia infinita, ni por supuesto somos omnipotentes. A través del
reconocimiento de nuestras limitaciones y de “las sombras” de nuestras
conductas es como podremos comenzar el difícil camino de la reparación y del
perdón, hacia los demás y hacia nosotros mismos.
Estos diez ‘mandamientos’ se cierran en dos: 1) amarás al
familiar dependiente como a ti mismo, y 2) tendrás en cuenta tus posibilidades
y limitaciones reales.
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