No hay relaciones más amorosas y a la vez conflictivas como las que se crean en el seno de la familia. Por difícil que resulte, hay que comprender y aceptar ser padres para luego poder disfrutar de los hijos y de la vida.
Con los años, nuestro hogar puede convertirse en un nido de amor y ternura, pero también en un tribunal despiadado.
"Una falsa creencia que causa malestar es querer que las cosas sean como nos gustarían, en vez de aceptar las como son".
Aunque el árbol genealógico de la familia X es remota muchas generaciones atrás, la historia de nuestro protagonista comenzó en la década de los cincuenta, cuando el señor A y la señora B decidieron prometerse amor eterno, trayendo a la vida al bebé C apenas nueve meses después. A pesar de sus buenas intenciones, los días felices no tardaron en desvanecerse, sobre todo tras los nacimientos de los bebés D,E,F.
La responsabilidad atormentaba al señor A hasta el punto de obligarlo a recibir en su despacho. Sin darse cuenta, se había convertido en un adicto al trabajo. Trabajaba para vivir, pero trabajaba tanto que casi no vivía. Lo paradójico es que su mayor problema aparecía cuando concluirá su jornada laboral y tenía que regresar a casa. No es que no quisiera a su familia, pero siempre estaba demasiado cansado para todo. Incluso para sentirse vivo. Se encontraba mucho más seguro en su rol profesional que en el del marido y padre. Y para no tener que salir de su zona de comodidad, el señor A ser recordada diariamente que tenía muchas facturas que pagar.
Mientras a la señora B, la soledad emocional la consumía lentamente. Tal vez fuera por cuestiones biológicas, por el día que la vida la hizo madre se olvidó de sí misma para siempre. Apenas tuvo elección. Como cualquier otra mujer de su época, quería forjar a sus hijos con una personalidad de provecho y legarles un futuro con futuro. Pero, encargarse del cuidado y la educación de los cuatro pequeños la superaba.
Tras empeñar su paciencia e hipotecar su salud mental, su hablar se derivó en gritar, y su tranquilidad, en histeria. La señora B dejó de sonreír y comenzó a llorar. Aunque más llegara a verbal izarlo, tuvo que renunciar a sus sueños para ejercer de ama de casa. Sin apoyos ni ayudas. Ella sola. Cada día. Y cada noche. Durante casi tres décadas.
Finalmente, los bebés C,D,E y F crecieron hasta convertirse en adultos independientes. O al menos hasta que aparentaron serlo. En el proceso, sus mochilas emocionales se llenaron de miedos, carencias y frustraciones, tal como en su día les ocurriera al señor A y a la señora B. Se trata de una tradición ancestral que se extiende de generación en generación desde que los primeros seres humanos tuvieron descendencia.
La familia como infierno.
"Gobernar una familia es casi tan difícil como gobernar todo un reino".
Más allá de las particularidades de la familia X, el denominador común de esa institución es que es una de las más contradictorias que ha creado hasta ahora la humanidad. Desde un punto de vista emocional, ningún otro entorno llega a ser tan cálido, destructivo o las dos cosas al mismo tiempo. Aunque nos cueste reconocerlo, la relación con nuestros padres, hermanos e hijos suele despertar lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Con los años, nuestro hogar puede convertirse en un nido de amor, ternura y complicidad, pero también en un tribunal despiadado y frío, en el que cada miembro asume inconscientemente los roles de juego, verdugo y víctima. Es lo que tiene la convivencia: que durante demasiados años, a la hora de la cena, nos obliga a compartir (nos), tanto si nos apetece como si no. Además, en el nombre de la confianza, parece como si tuviéramos carta blanca para decir lo que pensamos sin tener que pensar en lo que decimos.
En ocasiones, y casi sin darnos cuenta, terminamos pagando nuestro malestar los unos con los otros, abriendo avenidas que cada vez más difíciles de cicatrizar. Sin embargo, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, siempre formaremos parte de nuestra familia. Esa es su mayor grandeza y su peor debilidad.
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